Reflexiones sobre la COVID-19 cinco años después del primer confinamiento

Se acaban de cumplir cinco años desde que, tras el estallido de la pandemia provocada por el coronavirus, varios gobiernos europeos (entre ellos el de España) decretaran el primero de los varios confinamientos que vivimos en aquellos tiempos peligrosos. Parece, pues, buen momento para hacer algunas reflexiones sobre un tema que posiblemente dista de estar cerrado.

Naturalmente, lo primero es decir que de aquel tremendo lío sanitario, económico y social nos acabaron sacando, más pronto que tarde, las vacunas. En este caso, además, la ciencia las logró desarrollar en un tiempo absolutamente récord. Y hay que añadir que ese récord se consiguió sin menoscabar los necesarios e imprescindibles mecanismos de control previo (sólo se aligeraron algunas exigencias de tipo burocrático). Conviene recordar que los productos médico-científicos son fruto del conocimiento humano sobre las leyes de la naturaleza, y atienden al método científico (un planteamiento teórico razonado que debe enfrentar continuamente el hecho experimental). El proceso de descubrimiento científico es complejo, difícil, lleno de matices, de idas y venidas, y por tanto poco dado a la simplificación maniquea propia de otros menesteres (por citar dos ámbitos donde prima lo maniqueo: la religión y la política). Nuestro conocimiento científico sobre la vida, en general, y la vida humana en particular, ha mejorado considerablemente en el último siglo; y es por esto por lo que los medicamentos, una vez aprobados por las correspondientes agencias, suelen funcionar razonablemente bien para aquello a lo que están destinados. Y, en la frase anterior, es muy relevante lo de «una vez aprobadas por las correspondientes agencias», para lo cual el medicamento tiene que ser sometido a un riguroso proceso de estudio previo para garantizar que en un buen porcentaje de casos cura, mientras que sus efectos no deseados (muy a menudo los hay) son o muy escasos o, hasta cierto punto, controlables; dicho de otra forma, el medicamento soluciona muchos más problemas de los que pueda crear.

Drew Weissman y Katalin Karikó

El reconocimiento de lo que debemos a las vacunas en la superación de la crisis de la COVID-19 se produjo en 2023, cuando se les concedió el premio Nobel de Medicina a Katalin Karikó y Drew Weissman, por sus descubrimientos sobre las modificaciones de la base nucleósida que permitieron el desarrollo de vacunas eficaces de ARNm contra la COVID-19 (en 2022 la Fundación BBVA les había concedido el premio Fronteras del Conocimiento). Ambos habían estado haciendo ciencia básica sobre la interacción del ARNm con el sistema inmunológico, descubriendo entre 2005 y 2015 cómo reducir la respuesta inflamatoria de este tipo de vacunas (a pesar de bastantes trabas iniciales y cierta incomprensión sobre el interés de su investigación). Con el estallido de la COVID-19, se diseñaron dos modelos de vacuna basados en sus investigaciones que presentaron una efectividad contra el virus superior al 90%, y de las que se inyectaron varios miles de millones de dosis. El comunicado oficial de la Asamblea Nobel también señaló la utilidad de los resultados para el tratamiento de otras patologías: «También se puede utilizar para administrar proteínas terapéuticas y tratar algunos tipos de cáncer».

Tampoco hay que olvidar la forma, yo diría que bastante modélica, en que Europa adquirió y repartió las vacunas, y la eficiencia del sistema público de salud que, en la mayor parte de los países europeos, afrontó la vacunación masiva de la población. Y aquí también hay que reseñar el comportamiento de la población, especialmente en España, que por lo general se mostró muy colaborativa hasta el punto de llevar los niveles de vacunación en torno del 80% de la población en un tiempo récord.

En estos tiempos los antivacunas campan a sus anchas y han llegado a colocar a uno de ellos como Secretary of the U.S. Department of Health and Human Services (ministro de Sanidad de los Estados Unidos, por así decir), lo que posiblemente va a conllevar en ese país un deterioro de la salud en los próximos años, especialmente en la infancia (en las últimas semanas, revistas tan prestigiosas como Nature no dejan de publicar informaciones absolutamente alarmantes sobre recortes del todopoderoso National Institutes of Health de los Estados Unidos en proyectos de investigación sobre COVID-19, estudios sobre vacunas de ARNm, cambio climático y otros asuntos cuya importancia es difícil de exagerar; véase, por ejemplo, esto o esto).

Así que desde un foro científico como es este Blog, no nos queda más remedio que insistir en que el éxito de las vacunas es incuestionable. A lo largo del último siglo y medio, las vacunas han supuesto una impresionante mejora de la salud de la humanidad. Han permitido erradicar enfermedades terribles que se han cobrado la vida de cientos de millones de seres humanos a lo largo de la historia, y han prevenido la muerte de otros cientos de millones más por enfermedades que todavía matarían gente a mansalva si no fuera por las vacunas.

Aspecto de la Avenida de la Constitución de Sevilla durante el confinamiento

Pero hace cinco años, antes de disponer de las vacunas contra la COVID-19, la única medida eficaz cuando la pandemia empezó a crecer de forma exponencial fue el confinamiento. Y aquí hay de nuevo que señalar que la gran mayoría de los ciudadanos de este país nos lo tomamos bastante en serio. Naturalmente no todos tuvieron un comportamiento mínimamente responsable, como mostraron las diversas fiestas y guateques celebrados por algunos aristócratas o futbolistas, y de las que dieron cuenta los medios de comunicación. Pero la gran mayoría mostró en unas circunstancias muy complicadas una responsabilidad propia de gente madura y cumplidora. Hay que insistir una y otra vez que el confinamiento ayudó a salvar miles de vidas y evitó el colapso del sistema sanitario. Un sistema sanitario que aguantó las primeras olas de la pandemia a base de convertir a muchos de sus trabajadores en héroes (y a los que después, no pocos responsables políticos les están agradeciendo aquel sobreesfuerzo sometiéndolos a condiciones precarias de trabajo).

No puedo tampoco dejar de valorar la importancia que en las primeras semanas del confinamiento tuvieron los cálculos estadísticos sobre el número de infectados (véase, por ejemplo, la información de título inequívoco publicada en El País el 27 de marzo de 2020: Los datos están mal). En unos momentos en que no se disponía del suficiente número de test fiables, esas estimaciones estadísticas eran la única forma de dimensionar adecuadamente la situación de la pandemia; los estudios posteriores de seroprevalencia confirmaron que las estimaciones aportadas por las matemáticas tuvieron, por lo general, un nivel muy notable de acierto (véase, por ejemplo, la siguiente entrada que publiqué en el Blog del IMUS el 18 de mayo de 2020: Estudio sero-epidemiológico del coronavirus: informe preliminar y algunas conclusiones).

Escribía al principio, que el asunto de la pandemia dista de estar cerrado. Por ejemplo: lamentablemente sigue todavía pendiente la creación de la Agencia Estatal de Salud Pública (tumbada en las Cortes Generales hace apenas unas semanas, véase, por ejemplo, la siguiente información publicada en El País: ¿Por qué no se ha aprobado la Agencia Estatal de Salud Pública y qué puede pasar ahora?), que fue una de las herramientas que más se echó en falta durante la pandemia. Y, también, hay pendiente una evaluación científica de los efectos de todas las decisiones y medidas que se fueron tomando a lo largo de la pandemia (incluido el espinoso tema de la reclusión de mayores en las residencias). Ya sabemos que los tiempos políticos o mediáticos no son los tiempos científicos, y mucho menos sus respectivas maneras de actuar. Por eso esa evaluación científica es tan fundamental: entre otras cosas, permitirá actuar de forma más precisa y eficiente en la próxima pandemia.

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