Los sesos de Einstein

Hoy, 18 de abril de 2025, hace 70 años que Albert Einstein murió de un aneurisma de aorta tras rechazar una desesperada operación para prolongar su vida: «Quiero irme ya. Es de mal gusto prolongar la vida artificialmente. He hecho mi parte. Es tiempo de irse y quiero hacerlo con elegancia», fueron sus palabras según su secretaria, Helen Dukas. Coherentes con lo que había escrito a un conocido sólo unos meses antes: «Cuando la edad te encorva, la muerte viene como una liberación. Lo siento así, profundamente, desde que me he hecho viejo y he llegado a considerar la muerte como una vieja deuda que finalmente hay que pagar, aunque instintivamente uno haga todo lo posible por posponer el pago». Einstein murió preñado de sus obsesiones, pues la muerte le alcanzó mientras hacía unos cálculos para su enésima teoría del campo unificado.

Einstein había dejado escrito que su cuerpo fuera incinerado: «Quiero que me incineren para que la gente no venga a rezar sobre mis huesos»; así se hizo la tarde del 18 de abril de 1955, apenas quince horas después de morir, y en una discreta ceremonia a la que asistieron una docena de allegados. «Desembarazaos de mis cenizas, con sencillez y sin ceremonias», había ordenado también –según Peter Michelmore, uno de sus biógrafos–. Otto Nathan, amigo de Einstein, profesor de economía y uno de sus albaceas testamentarios, se encargó de ello: «Nathan subió a su automóvil y trasladose a la orilla de un río cercano, dentro del cual dejó caer las cenizas –contó Michelmore–. Un ruido, unas pocas burbujas… y Einstein desapareció»… aunque no del todo.

El caso fue que Thomas Harvey, patólogo del Hospital de Princeton, había realizado antes una autopsia rutinaria de los restos de Einstein, en la que estuvo acompañado por Henry Abrams, oftalmólogo de Einstein. La curiosidad científica de ambos pudo más que los deseos de discreción del padre de la relatividad. Abrams le sacó los ojos a su antiguo paciente, los guardó en formol y los depositó después en la caja de seguridad de un banco de Nueva Jersey. Harvey consiguió un trofeo mayor: aserró el cráneo de Einstein y se hizo con el cerebro –consciente o inconscientemente, Harvey imitó al craneómetra alemán del siglo XIX Rudolf Walter, que reunió una gran colección de cerebros de entre los profesores de la Universidad de Gotinga, entre ellos el de Carl Friedrich Gauss, considerado el mejor matemático de la historia–.

Lo que después sucedió es comparable al mejor de los guiones que escribiera Rafael Azcona –de hecho, ha dado lugar a dos libros sorprendentes: Viajando con míster Albert de Michael Paterniti (2000) y Possessing genius de Carolyn Abraham (2001)–.

Harvey no pudo mantener en secreto durante mucho tiempo su hazaña. Al día siguiente, cuando un maestro de una escuela de Princeton preguntó en clase cual había sido la gran noticia del día, le respondieron que la muerte de Einstein. En esa clase estaba un hijo de Harvey, que deseoso de compartir con sus compañeros lo que la noche anterior debió de escuchar en casa dijo: «Mi padre tiene su cerebro». Y siguió conservándolo, porque ante la reacción horrorizada de la familia, Harvey los logró convencer de que aquel cerebro podría rendir servicios colosales a la ciencia, cosa que sin duda Einstein, aseguró el patólogo, habría apreciado.

El patólogo Thomas Harvey con una muestra de los sesos de Einstein

Animado por su éxito, Harvey troceó el cerebro, una parte en finísimas rodajas, otra en tacos, embalsamó los trozos y los guardó en dos tarros de conserva –se pueden encontrar en internet fotos donde un ya provecto Harvey posa con los botes y su ilustre contenido–. Harvey tuvo una vida ajetreada. Era de religión cuáquera, se casó varias veces, y además de en Princeton residió también en Missouri y Kansas. Y en cada una de sus mudanzas, los tarros con los sesos de Einstein encontraron amoroso acomodo en el maletero del coche de Harvey.

De tanto en tanto, Harvey accedía a enviar alguna muestra a las muchas instituciones que le solicitaban un pedazo del cerebro de Einstein, aunque no se sabe muy bien qué criterios lo llevaron a aceptar unas peticiones y rechazar otras. Todo lo cual contribuyó a que finalmente, y en contra de lo que Harvey había asegurado, los sesos momificados de Einstein no hayan aportado nada a la ciencia, si es que algo tenían que aportar.

Ni siquiera la nieta de Einstein, Evelyn, pudo servirse de los restos de su abuelo para esclarecer el misterio de su paternidad. Era hija adoptada de Hans Albert, el hijo mayor de Einstein, y su primera mujer, y había nacido poco después de morir la segunda esposa de Einstein. Evelyn acabó sospechando que su verdadero padre era el mismísimo Albert Einstein, que la habría tenido con alguna de sus amantes ocasionales y había arreglado la situación convenciendo a su hijo Hans Albert para que adoptara a su hermanastra. Evelyn logró hacerse con un trozo de los sesos de Einstein, por ver si un análisis de ADN pudiera revelarle el secreto de su ascendencia. No tuvo éxito, porque el método que Harvey empleó para embalsamar el cerebro hacía imposible extraer de él una muestra de ADN.

Antes de morir, Harvey envió lo pedazos que le quedaban del cerebro de Einstein al mismo hospital de Princeton donde los había extraído, siendo posteriormente legados al Museo Nacional de Salud y Medicina de los Estados Unidos.

Sin llegar a las dimensiones de la Iglesia católica con las reliquias de cristos, santos y mártires, los huesos de Descartes, el dedo de Galileo, o los sesos de Gauss y Einstein, son una buena muestra de que en los aledaños de la ciencia tampoco han faltado los amantes de atesorar casquería de personajes célebres, por así decir.

Referencias

Antonio J. Durán, El universo sobre nosotros, Crítica, Barcelona, 2015.

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