Política científica y negocio editorial, un binomio intrincado

El modelo contemporáneo de financiación pública de la investigación científica y técnica tiene sus raíces en la segunda mitad del siglo XX, cuando diversos gobiernos, particularmente tras la Segunda Guerra Mundial, adoptaron el paradigma de que el progreso económico, social y tecnológico de una nación depende, en gran medida, de su capacidad para generar conocimiento científico. Esta concepción instrumental de la ciencia, promovida inicialmente por Vannevar Bush y otros asesores gubernamentales en Estados Unidos, estableció las bases para una política pública de apoyo decidido a la investigación, concebida como motor de innovación, desarrollo industrial y bienestar ciudadano.

En este modelo, predominante y vigente en la mayoría de países de todo el mundo, la financiación de la ciencia se articula a través del presupuesto público, lo que implica que son los ciudadanos los que sostienen el sistema científico con sus impuestos. De este modo, corresponde a los responsables políticos, en coordinación con órganos técnicos y asesores especializados, determinar no solo la cuantía de los recursos destinados a investigación, sino también las áreas estratégicas que deben ser priorizadas. Estas prioridades pueden estar orientadas por desafíos sociales, económicos o medioambientales, tales como la lucha contra enfermedades, la transición energética, el cambio climático o el desarrollo de tecnologías disruptivas.

Una vez definidas las líneas estratégicas, se convocan programas competitivos de financiación a los que pueden concurrir los investigadores. Las propuestas presentadas son sometidas a evaluación por comisiones de expertos, que valoran aspectos como la viabilidad científica y técnica del proyecto, su relevancia respecto a los objetivos del programa en cuestión y, especialmente, la trayectoria investigadora de quienes lideran las propuestas.

Este último criterio, en particular, tiene un peso considerable en las evaluaciones, y se basa fundamentalmente en los resultados previos obtenidos por los investigadores. Dichos resultados se miden, casi de forma exclusiva, a través del número de publicaciones científicas y de la calidad de las revistas en las que han sido publicadas. En este contexto, la calidad de una revista se suele asociar a su posición en los rankings basados en indicadores bibliométricos, como el factor de impacto, el cual cuantifica la frecuencia con la que se citan los artículos publicados en dicha revista.

Como consecuencia de esta lógica evaluadora, los investigadores orientan sus esfuerzos a publicar en revistas situadas en la parte superior de dichos rankings, por considerar que ello incrementa sus posibilidades de éxito en futuras convocatorias de financiación y promoción profesional. Las publicaciones en revistas de alto impacto son percibidas como garantía de excelencia, reconocimiento y prestigio dentro de la comunidad científica. Sin embargo, este criterio, aparentemente objetivo, introduce un sesgo estructural en el sistema, ya que las revistas más influyentes pertenecen en su mayoría a un reducido grupo de editoriales privadas, que concentran una parte significativa de la producción, difusión y legitimación del conocimiento científico a escala global.

Estas grandes compañías multinacionales ejercen un severo control sobre el proceso editorial pues los manuscritos, antes de ser sometidos a revisión por pares, deben pasar un triaje inicial. Es decir, corresponde a la empresa editorial decidir, en primera instancia, sobre la aceptación o rechazo de los trabajos antes de pasar a evaluación científica. Esta capacidad decisoria se orienta a menudo por consideraciones estratégicas empresariales, como la relevancia mediática, la novedad temática o el potencial de citación del artículo, más allá de su mérito intrínseco o aporte científico.

Como resultado, ciertos tipos de investigaciones —particularmente aquellas que abordan temáticas de interés extendido o que presentan resultados espectaculares— son favorecidas en los procesos de selección editorial. Esta dinámica genera una presión sobre los investigadores, que tienden a adaptar sus líneas de trabajo, formatos de presentación y estrategias de publicación a las exigencias y expectativas de las revistas de alto impacto. Se consolida así un sistema de incentivos que privilegia determinados enfoques metodológicos y temáticos, en detrimento de otros que, siendo igualmente rigurosos y necesarios, resultan menos visibles en términos bibliométricos.

La concentración del prestigio científico en un número limitado de revistas implica que las decisiones editoriales de un reducido grupo de actores privados tienen un impacto directo sobre la definición de lo que se considera conocimiento valioso. Dado que las evaluaciones de proyectos y carreras científicas están fuertemente influenciadas por estas publicaciones, se produce una transferencia indirecta de poder desde los organismos públicos de financiación de la ciencia hacia las editoriales privadas. Dicho de otro modo, los criterios empresariales —definidos en buena medida por intereses comerciales y estrategias de posicionamiento global— terminan condicionando la asignación de recursos públicos destinados a la investigación.

Este fenómeno genera, en definitiva, una perversa paradoja estructural. La ciencia financiada con fondos públicos, concebida como un bien común al servicio de la sociedad, se ve modulada por decisiones tomadas en esferas privadas, no necesariamente alineadas con los intereses colectivos. Además, las propias instituciones científicas, como universidades y centros de investigación, deben pagar sumas elevadas para acceder a los contenidos que sus propios investigadores han producido, revisado y editado de forma gratuita o subvencionada. En algunos casos, además, los investigadores deben abonar costes de publicación para que sus artículos sean accesibles bajo modelos de acceso abierto. Se configura así un modelo de negocio altamente rentable para las editoriales, que monetizan cada etapa del proceso científico desde la producción hasta la difusión del conocimiento.

El impacto de esta estructura va más allá del ámbito estrictamente académico. La orientación de la ciencia, sus temáticas prioritarias y sus dinámicas de producción se ven influídas por lógicas de mercado. Se corre así el riesgo cierto de que las agendas de investigación respondan más a la visibilidad potencial de los resultados que a su relevancia para el bien común. Asimismo, se limita la diversidad epistemológica y se generan barreras de acceso para investigadores de regiones con menos recursos, profundizando las desigualdades existentes en el sistema científico internacional.

Ante este panorama, diversas voces dentro de la comunidad científica vienen llamando a repensar el modelo de evaluación y publicación científica. Se plantea la necesidad de promover sistemas más abiertos, inclusivos y transparentes, que reconozcan la pluralidad de formas de producción del conocimiento y que no dependan exclusivamente de indicadores cuantitativos. Asimismo, se aboga por reforzar el papel de la comunidad científica y el control público sobre la difusión de los resultados de investigación, desarrollando infraestructuras editoriales no comerciales y fomentando prácticas de ciencia abierta que garanticen el acceso universal al conocimiento generado con fondos públicos.

En definitiva, si bien el modelo de financiación pública de la ciencia fue diseñado para fomentar el desarrollo humano y el progreso social, en la práctica ha quedado en parte subordinado a dinámicas editoriales que no siempre responden a esos fines. Recuperar la autonomía de las políticas científicas y garantizar que las inversiones públicas se orienten hacia el interés general exige una reflexión crítica sobre el papel de las editoriales privadas en el ecosistema científico global. Solo mediante un replanteamiento integral del sistema de evaluación, difusión y reconocimiento del conocimiento será posible avanzar hacia una ciencia verdaderamente abierta, equitativa y orientada al bien común.

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