Por qué son raras las matemáticas

En 1799, justo cuando el Siglo de la Razón expiraba, Goya realizó su célebre grabado: el sueño de la razón produce monstruos.

Se suele oír por ahí que las matemáticas son raras, incluso a veces que son monstruosamente raras. Ya se sabe que el sueño de la razón produce monstruos, pero olvidamos que el monstruo a menudo lo es solamente por ser raro. Y esa rareza es una de esas cosas que, a veces, arregla el tiempo, que con su transcurrir convierte en habitual lo que otrora fue raro.

¿Y no será que lo verdaderamente raro es la mente humana? Las matemáticas, en sus aspectos más abstractos, no son más que un proceso mental que tiene lugar en el cerebro humano. Dijo Woody Allen que el cerebro era su segundo órgano favorito; para los neurólogos, en cambio, es el preferido. Saben del cerebro más que nadie, y, sin embargo, nos aseguran que con muchísima diferencia es el órgano más desconocido que tenemos, que apenas sabemos nada de él –por ejemplo: ignoramos qué ocurre en el cerebro cuando tomamos una decisión, o para qué sirve dormir-.

De manera que la rareza de las matemáticas acaso no sea otra cosa sino un reflejo de lo ajenos que somos a nuestros propios procesos mentales. El cerebro inteligente que portamos las personas dentro del cráneo es uno de los logros más recientes de la evolución; pero, si atendemos al éxito alcanzado por la especie que lo ha desarrollado, habría que concluir que el cerebro es una especialización evolutiva cualitativamente más poderosa que el resto. Y aquí me estoy refiriendo a éxito y poder en términos de competencia evolutiva, no de bondad moral o ética; no sé si duraremos en este planeta pero, por lo pronto, en unos pocos cientos de miles de años nuestra especie ha pasado de un puñado de individuos a ocho mil doscientos millones ―millón arriba, millón abajo―.

El cerebro se nutre en buena parte de la información que recibe de los cinco sentidos y, también, de la experiencia acumulada por las especies que nos precedieron en el árbol genealógico. Experiencia que nos ha suministrado un poso de instintos filtrados a través de los genes. Pero el cerebro es capaz de ir mucho más allá de esa información; Jean Piaget definía su actividad, ese acto de entender al que llamamos «inteligencia», en oposición a lo instintivo: es lo que utilizamos cuando no sabemos qué hacer. La inteligencia genera otro tipo de conocimiento intrínsecamente diferente al aportado por los sentidos, pero con una potencia tal que nos permite una compresión, y a veces un dominio de lo que nos rodea, incomparablemente superior. Los ojos de la inteligencia, por usar un símil sensorial, nos han permitido descubrir secretos de la naturaleza indiscernibles para los otros sentidos. Pero, ocurre a menudo, que este conocimiento más complejo y profundo parece entrar en contradicción con la información que recibidos de los sentidos. Eso nos produce perplejidad porque al llevar varios cientos de millones de años conviviendo con los sentidos y, si acaso, un par de millones con un cerebro inteligente, tendemos a hacer más caso a aquellos que a este.

En caso de conflicto entre los sentidos y el cerebro, desconfiamos del segundo. Acaso por todo esto las matemáticas, que deben muchísimo más al cerebro que a los sentidos, nos parecen raras.

Ramón y Cajal escribió: «En tanto nuestro cerebro siga siendo un misterio, el universo, el reflejo de la estructura del cerebro, también será un misterio». O sea, la rareza de las matemáticas acaso no sólo sea reflejo de nuestro extraño cerebro: tal vez también refleje el no menos insólito mundo que nos rodea. Eso podría explicar por qué no es infrecuente que el cerebro humano dé a luz rarezas que nos desvelan el camino correcto para entender la naturaleza.

Quizá una de esas primeras rarezas fuera esa idea extraña que parió el cerebro de Copérnico y según la cual la Tierra gira sobre sí misma como una peonza y, además, da vueltas alrededor del Sol como un asno atado a una noria. ¿No es ese movimiento de la Tierra raro?: nadie lo siente y, además, lo que nuestros ojos ven moverse es al Sol. Pero, ya lo dijo Galileo estando en un trance bien complicado: «E pur si muove!».

Algunas propiedades de una onda electromagnética que se deducen a partir de las ecuaciones de Maxwell

Aunque no la comprendamos, la irracional eficacia de las matemáticas para explicar lo externo es incuestionable. O sea, que si las matemáticas son imprescindibles para elucidar las peculiaridades del mundo físico, bien podría ser que sus rarezas no sean sino consecuencia de la complejidad y extrañeza del universo: un hábitat que tan ajeno y desconocido a menudo nos es. Los sentidos son pobres guías para explorar el universo. Un universo, por ejemplo, atestado de ondas electromagnéticas de las cuales nuestros ojos sólo alcanzan a ver una ridícula porción. Los ojos del cerebro, sin embargo, acertaron a ver toda su variedad; y lo que con ellas se podía conseguir: radio, televisión, telefonía móvil, exploración del interior del cuerpo humano para diagnosis médica, y no sigo por no hacer la lista demasiado larga. El razonable manejo que hemos conseguido de este tipo de ondas ―la mayor parte de las cuales está absolutamente fuera del alcance de nuestros sentidos― debe casi todo a la física y a la ingeniería, pero también las matemáticas tienen su parte alícuota de responsabilidad en este éxito colectivo de la ciencia y la tecnología, porque fue la formulación matemática del electromagnetismo ―en forma de ecuaciones en derivadas parciales― que hiciera John C. Maxwell (1831―1879) a mediados del siglo XIX una de las palabras mágicas que acabaron abriendo la puerta a esa gruta repleta de tesoros.

Y qué decir de la relatividad general de Einstein: debe muchísimo al desarrollo previo de las geometrías no euclídeas, unos monstruos que la pura razón matemática empezó a producir muy pocos años después de que Goya realizará el grabado que ilustra el inicio de esta entrada.

Y esos tres ejemplos no son sino dos gotas en un océano inabarcable de objetos extrañísimos que, en buena parte, deben su descubrimiento a las matemáticas: agujeros negros -véase la entrada Descubriendo los agujeros negros-, radiación de fondo cósmico o antimateria, …

Referencias

Antonio J. Durán, Pasiones, piojos, dioses y… matemáticas, Crítica, Barcelona, 2009.

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